Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (7)

VII


GENEALOGÍA DE LAS TEAS DE MÁLAGA


Palacio Episcopal de Málaga en la mañana
del 12 de mayo de 1931
En el paisaje español no es difícil distinguir la crueldad, incluso el fanatismo. En la aridez, en los peñascales, en la forma en que el viento azota los endebles matorrales o los andrajos de los pobres colgados en las cuerdas, en el rebuznar del burro, en todo aquello que hace de este país una tierra abandonada, olvidada, un páramo sin fin, perdido allá en un extremo del mundo. En este paisaje se inspira la poesía española. En la vecina Francia, sometían los sentimientos al rasero estético, a la pulsación del llamado «raciocinio». Pero en España, no sólo dejaron libres a los sentimientos, sino que los empujaron a las tempestades del alma, los acostumbraron desde la niñez a la exageración. El tema favorito de la poesía española era la muerte: la novela empezaba por el epílogo. En sus famosas coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique asegura que nuestras vidas son ríos que van a parar al mar, que es la muerte... Jorge Manrique vivió en un país de pequeños ríos que el calor del verano deja a veces completamente en seco, en un país rodeado de mares. A los españoles se les servía la muerte en todas las formas. Unas veces como un acertijo filosófico, otras como un acontecimiento sugestivo, con todo el realismo característico de los españoles: podredumbre, gusanos, pestilencia de cadáveres... La muerte iba siempre precedida de torturas, y sobre este tema está construido todo el arte religioso español. De la resurrección de los muertos se mascullaba en latín; en cambio, los sufrimientos y la muerte se les metían por los ojos a los analfabetos en millares de figuras plásticas. Cristos que se retuercen, cubiertos de úlceras y cuajarones de sangre, como en un «panóptico», sólo que en serio, para inspirar miedo, para recordar la muerte en plena vida.

En otros países, el catolicismo procuraba convencer, seducir, como en los bosques paradisíacos que pintaban los infantiles italianos. En Francia, se valía de las armas de la lógica y la abstracción. En España, no sabía hacer más que una cosa: asustar, aterrorizar con el fantasma de las enfermedades, de la agonía y, por último, con el horror del infierno. A los desgraciados campesinos de Castilla, les prometía para después de la muerte otra Castilla igualmente desoladora. Atemorizaba con igual éxito a los pastores y a los reyes. El Escorial es su trofeo.

El director del Museo de Sevilla, hombre de gran cultura, me dijo indignado:

—En Málaga, verá usted lo que han hecho aquellos salvajes con las hermosas iglesias.

Se refería a las iglesias quemadas esta primavera. Es un arqueólogo y no conviene juzgar mal de él. Sólo conviene recordarle El Escorial. Hasta ahora, nadie ha quemado El Escorial y es de creer que nadie lo quemará. Es uno de aquellos recuerdos que la humanidad tiene derecho a rechazar. Sin El Escorial, sería difícil comprender la pasión incendiaria de los rebeldes de Málaga.

Luis XIV gustaba de comer bien, de divertirse con sus cortesanas. Pedro el Grande gustaba de fanfarronear y armar estrépito en las asambleas. Los reyes se divertían cada cual a su manera. Carlos V, en las horas de ocio, se acostaba en su féretro ensayando su muerte. Un inmenso cuartel entre peñas salvajes, cuartel edificado para ejercicios espirituales, trapecios religiosos, maniobras en víspera de la muerte. Alrededor, apenas había gente. En los montes cercanos merodeaban lobos hambrientos. A veces, entre dos misas, los reyes iban de caza. Perseguían a los lobos y, ¡quién sabe!, acaso ellos mismos aullaban con la misma furia que las fieras acosadas. Mientras cantan los responsos, abajo espera el sepulcro. En lugar de jardín, una cueva. En la cueva, nichos suntuosos. Sobre los féretros, los nombres de los reyes. El guía, al enseñarnos tanta magnificencia, deletrea meticulosamente los nombres. Hay un sepulcro en blanco. El guía explica:

—Este está vacío todavía...

No es una broma, es la simple aclaración de un hecho. A Alfonso XIII le dieron el pasaporte antes de tiempo. Su sepulcro está vacío. Y si muere en el destierro, esta biblioteca monstruosa quedará incompleta.

Los reyes, plegándose a los ejercicios espirituales, vivían prematuramente en sus lujosos sepulcros. En su terror fanático, el campesino esperaba que le llegara la hora de acostarse en la fosa, si no para abonar, por lo menos para aplacar un poco a la malvada tierra.

En ninguna parte ha sido tan inhumano el catolicismo. Las iglesias románicas son de una sencillez conmovedora en su interpretación del templo como granero repleto de grano... Las iglesias de Segovia y Avila son, por su estilo, anteriores a la historia de España. Tras ellas vinieron las catedrales doradas, suntuosas, bochornosas, con sus Cristos de cabello natural y tres chorros de sangre. Con sus santos como muñecas, vestidos con falditas de encaje. Con las rosquillas barrocas, la molicie mahometana desplazada de su lugar y toda esa afectación, toda esa exuberancia viciosa del arte, unidas a las amenazas de las rejillas del confesionario y a las torturas de la Inquisición. Los grandes artistas no son nunca fenómenos igualmente aceptables para todos los gustos. Nada tan falso como la nomenclatura de los «clásicos», impuesta obligatoriamente. El Greco es el gran pintor del catolicismo español, y se hace difícil contemplar sus lienzos sin odio. El Greco reprodujo apasionadamente aquel mundo suntuoso y cruel que en el mes de mayo quisieron quemar con cerillas los cargadores y pescadores de Málaga. Los Cristos, los apóstoles, los santos de los cuadros del Greco, son refinados masoquistas, snobs afeminados que exponen ceremoniosamente sus pechos a las lanzas. Sus héroes coronados con el título de «justos», tienen mucho de parecido con los pederastas de los cafés de París. No en balde esa contorsión de los cuerpos, esa tonalidad morbosa, esa geometría del paisaje, sedujeron a los pintores y literatos de los primeros años de nuestro siglo. La decadencia de la cultura se inició en España. Fue aquí donde se formaron los primeros «decadentes». Los cuadros del Greco y los versos de Góngora anticipan el vacío por donde había de echarse a rodar el arte europeo para entregarse a merced de los rascacielos neoyorquinos y las novelas-cable-gramas.

El Greco no pintó sólo santos; pintó también retratos de pastores de almas. Estos ya no son masoquistas, sino sadistas; son los hombres que durante siglos y siglos atormentaron el alma de España. En sus ojos apagados no hay ni alegría ni fe. Sólo brilla en ellos la concupiscencia tenebrosa de mandar, de dominar, concupiscencia que fácilmente se torna en monomanía.

En Málaga había treinta y siete iglesias y conventos. Esta primavera fueron quemados. Quedó en pie la catedral, grande, clara y empalagosa como un salón de baile. En las naves de esta catedral tuve ocasión de ver verdaderas fanáticas. Pueden rivalizar ventajosamente con los persas, que al grito de shacsevase se hieren a puñaladas, o con los jasidas polacos, que cogen pedazos de pescado del plato del mago Zadig. Pero no son viejas, ni pecadoras con cilicio, ni devotas consumidas por el ayuno. Son vulgares señoritas con las caras fuertemente maquilladas, vestidas a la moda y calzadas con zapatitos elegantísimos. Señoritas de las que, al anochecer, se pasean por la calle principal procurando seducir a los comerciantes solteros. Por las mañanas se dedican a rezar. Ahora rezan con un celo especial. Jamás habían rezado tanto ni de este modo. Es que los ateos han quemado en Málaga las iglesias... Al entrar en la catedral, caen de rodillas. Se pasan las horas muertas con los ojos en blanco, sin menearse. Ponen los brazos en cruz, quizá esperando los estigmatas... Se arrastran por las losas, se retuercen como los santos barrocos de los altares. El fuego las echó de las otras iglesias. Han venido a refugiarse todas a esta última guarida. Las custodian guardias armados. Vienen aquí a rezar, con sus pesetas depreciadas y su pavor al Infierno. Son las biznietas de Felipe II. La alegre Málaga, blanca sobre el mar azul, la Málaga del vino dulce y de los lánguidos veleros, es para ellas tan tenebrosa y tan cruel como el patio de El Escorial.

La Catedral no está muy lejos de las casuchas de aquellos mendigos que quemaron las iglesias. Las fanáticas están a unos pasos de las teas y del petróleo. Es un mundo y un día que todavía duran...

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