Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (8)

VIII


LOS MILAGROS


El Arzobispo de Valencia, presidiendo
la procesión del Domingo de Ramos en 1931
El turista de otro continente que viniera a explorar Europa como los viajeros europeos exploran el Africa, podría observar: «España está habitada por dos razas.» Una flaca, agotada, con señales manifiestas de toda clase de privaciones corporales y espirituales: se llama la raza de los campesinos o aldeanos. Van vestidos de muchas maneras. En el norte llevan boinas o pañuelos atados a la cabeza. En el sur llevan sombreros de ala ancha, pero en todas partes su indumentaria se distingue por su miseria y, más que traje, es casi siempre un montón de andrajos. La otra raza que habita España se distingue, en cambio, por su buena salud. Es gente colorada, siempre alegre y encantada de la vida. Bebe vino, fuma puros, acaricia a las criadas guapas. Esta gente va vestida de igual manera en toda España, con largas y negras sotanas. Se llaman «curas», que quiere decir sacerdotes.

En las Cortes, el señor Azaña proclamó: «España ha dejado de ser católica». En la tribuna diplomática se hallaba el nuncio y escuchaba atentamente. Pudo haber suspirado, pues ¿no se acababa de decretar su condena a muerte? Pero, no; el nuncio no suspiró; no hizo más que volverse hacia su vecino y sonreír plácidamente. Tal vez recordaba la historia de la República vecina, tal vez recordaba a Combes, a los «tragacuras», los gritos injuriosos trocados al cabo de algún tiempo en alabanzas, a la vieja Mariana que volvió a hacerse devota. Aunque quizá se sonriese sin pensar en nada, sin pensar en la historia, sólo por ser una personalidad eclesiástica de España, donde, como ya he dicho, las personalidades eclesiásticas se distinguen por su buen humor.

En Francia, los curas procuran portarse bien ante la gente. Hasta en el tranvía, van leyendo siempre invariablemente su libro de horas. En España, los curas no se cohiben. Entran en las taberna, fuman grandes puros pestilentes llamados «mataquintos», hacen chistes y piropean a las mozas. En la aldea, el cura encuentra en seguida una muchacha guapa y pobre, por añadidura, como abundan tanto en España. La elegida es su criada. Después de servirle de día, le sirve de noche. Cuando se cansa de ella, toma otra. Cerca de La Alberca hay un cura que tiene un verdadero harén. Rubicundo y rozagante, el cura trabaja día y noche. Un rato la criada, otro rato la misa, otro rato la huerta; y entre eso, cobrar las misas y leer la epístola de San Pablo, se pasa la vida. Cuando a la muchacha le ocurre algún percance desagradable, la llevan corriendo a Béjar o a Plasencia. Al fruto espúreo lo meten en la Indusa. A la madre no le dan ya trabajo en ninguna parte; ni en una finca de labor, ni en una fábrica. Verdad es que no hay ciudad española donde no abunden las casas públicas, y a la mujer no le falta trabajo. En cuanto al cura, ya habrá tenido tiempo de echarle el ojo a otra.

El Arcipreste de Hita, el genial satírico, relata lo que pasó con algunas autoridades eclesiásticas en Talavera cuando un obispo demasiado severo les prohibió tomar personal femenino a su servicio: «Nos dirigiremos al rey de Castilla. El sabe que todos somos de carne...» Uno gemía: «Abandonaré Talavera, me marcharé a Oropesa...» Sancho Muniés decía maliciosamente: «¿Cómo va a saber el obispo quién es mi criada? ¿Por qué no puede ser mi pariente o una persona recogida por caridad...?» El de más allá juraba que por nada del mundo dejaría a su querida Horabuena. El Arcipreste escribía esto hace seiscientos años, pero en España son muchas las cosas que viven al margen de la historia. El labriego sigue labrando la tierra con el mismo arado de aquellos tiempos. El mismo burro arrastra los cántaros de agua. Y los alegres curas siguen divirtiéndose con sus criadas, igual que en los tiempos del Arcipreste. Sólo han cambiado los obispos, que son más prudentes y ya no dan órdenes precipitadas.

Si, ¡ya lo creo que viven bien los curas en España! Pero todavía viven mejor los frailes. Los conventos de España no se parecen en nada a los humildes skitos. Están creados para todo menos para la mortificación de la carne pecadora. Tienen el aspecto, si no de palacios, por lo menos de hermosas fincas. En Salamanca hay un convento-rascacielos, por el estilo de un banco de Nueva York. Cuanto más rica es la comarca, más abundan en ella los conventos. Los frailes saben escoger los lugares, no sólo más pintorecos, sino también más lucrativos. A un pobre le es tan difícil entrar en un convento como al camello evangélico pasar por el ojo de una aguja. Los frailes dan las tierras en arriendo y colocan el dinero a interés. Tienen acciones en sociedades anónimas y el prior de un buen convento, al abrir El Debate, no se interesa sólo por los telegramas del Vaticano, sino también por las cotizaciones de Bolsa. No pocas fábricas y minas del norte de España están bajo el control financiero de los jesuitas.

Un convento de jesuitas, cerca de Murcia. En la puerta, un cerrojo sólido. El mes de mayo puede repetirse. En el convento había cuarenta frailes. Ahora hay tres. Los demás prefirieron temporalmente el traje seglar y los domicilios particulares. Bastante más que a los discursos del señor Azaña, temen al vulgo anónimo, al petróleo y a las cerillas. Quedaron tres en el convento para regentar los asuntos. Uno sigue enseñando a los niños la palabra de Cristo. Otro vigila a los obreros que trabajan para el convento. El tercero negocia con los campesinos, pues este año, a pesar de los discursos fogosos de los diputados, el convento dio en arriendo tantas hectáreas y recibió a cambio tantos miles de pesetas.

En Madrid quemaron unos cuantos conventos. Algunos frailes se fueron al extranjero a desarrollar una labor diplomática, pero la mayoría sigue desempeñando su labor local: amonestar, enseñar, trabajar el terreno... En Málaga, los frailes de los conventos quemados alquilaron nuevos locales y abrieron escuelas. No se resignaban, ni mucho menos, a despedirse de una vida secular de hartura y malicia.

Para la gente experta en la vida, el convento es un sanatorio agradable. Yo conocí en Segovia a un fraile. Había sido un abogado rico, famoso por sus juergas y devaneos amorosos. Pero se cansó. «Todo tiene su hora», dice el Eclesiastés. Ahora, el ex abogado, cansado de los placeres de la vida, se pasea por el jardín, olfatea las flores, estudia los bajorrelieves románicos, lee libros. En la mesa le presentan platos exquisitos y vinos añejos. El hombre descansa y además, naturalmente, reza, y con sus oraciones salva a toda la cristiandad.

Lo que ya no es tan fácil es salvar a España. Para eso no bastan ni la suavidad del nuncio, ni la laboriosidad de los curas, ni las oraciones de los frailes. Contra los incendiarios, el Gobierno puede echar a la calle los piquetes de la Guardia Civil; pero ¿quién salvará a España de la falta de fe? Mientras el Estado sostenía a toda la alegre hermandad frailuna, los campesinos iban a la iglesia a deleitarse en la contemplación de las muñecas vestidas de encaje. Hacían, en una palabra, lo que deben hacer unos feligreses formales. Pero he aquí que se habla de que los mismos aldeanos tendrán que mantener a los alegres compadres... Los aldeanos, huraños, se rascan la mollera. En rigor, podrían pasarse sin ellos. La misa no es sal, ni clavos, la misa no se paga. El nuncio sonríe, pero en el fondo de su alma está preocupado. En este momento, empiezan los milagros.

Este otoño, una muchacha llamada Ramona Olazábal se ha visto honrada con la visita de la Virgen. La Virgen conversó con ella amistosamente y luego, con una espada celeste, le marcó las palmas de las manos. Pronto le salieron a Ramona imitadores. Una chiquilla, María Azurmendi, declaró que también ella había visto a la Virgen y que, aunque sin marcarle las manos, le había sonreido y regalado una medalla. Joaquín Muchategui, de nueve años, vio también a la Virgen, que le dijo algo en secreto, algo que él no pudo explicar bien. Tal vez algo sobre el discurso del señor Azaña... O sobre el arriendo de las tierras de los conventos. ¡Quién sabe! Juana Morabel vio a la Virgen con siete espadas, y Juana Laros la vio rodeada de estrellas. Total: que hubo muchos afortunados, pero ninguno dejó atrás a Ramona Olazábal. Sea como fuere, Ramona tenía las palmas rasgadas. Verdad es que los médicos que examinaron a la muchacha declararon que las palmas de las manos habían sido cortadas con un vulgar cortaplumas y que la muchacha padecía de hemiplejía, pero ya se sabe que los médicos son todos unos ateos... A Ezquioga empezaron a acudir docenas de miles de peregrinos.

Tampoco en otras regiones de España se duermen los acostumbrados a darse buena vida. No cabe duda que España entra en un período de milagros; no sólo de visiones, sino de verdaderos milagros. Un automóvil se detiene al borde mismo de un precipicio; un agonizante salta alegremente de su lecho; una bala se aplasta contra la palma de la mano. Los milagros españoles siempre se distinguieron por su realismo. Gonzalo de Berceo escribió, en su tiempo, muchos milagros. Así, por ejemplo: una monja está embarazada y le amenaza un severo castigo. Llega el obispo al convento. La monja le ruega a la Virgen que la ampare. La Virgen no tarda en acudir en su auxilio. Esta vez no le corta las palmas de las manos. Esta vez, la Virgen se ocupa de cosas más serias. Recibe el niño de la monja, como una buena partera, y luego lo lleva al bosque y se lo entrega a un tal Pedro para que lo cuide. El obispo ordena que unas matronas hábiles reconozcan a la monja. Las matronas aseguran que la monja no está encinta. Entonces, el obispo, enfadado, quiere castigar a la priora por haber calumniado a la monja. Para salvar a la priora la monja se hinca de rodillas y le cuenta al obispo cómo la Virgen le tomó a su hijo. Conmovida, la comunidad se dirige al bosque en busca de Pedro, y al ver al recién nacido en su cunita, prorrumpe en cánticos de alabanzas a la Virgen. Así es un milagro clásico del siglo XIII. Los milagros del siglo XX sólo se distinguen de los de siglo XIII por ser menos fantásticos y más consecuentes. Su mira no es tanto consolar como amedrentar. La Madre de Dios hace llamamientos a los católicos para que acudan en defensa de los derechos de la Iglesia Apostólica Romana.

En Vizcaya y en Navarra, los católicos hacen propaganda abiertamente para luchar contra la República atea. En Andalucía y Extremadura se ocultan entre las lamentaciones, preces y cuchicheos mujeriles. Pero en todas partes es lo mismo. En la oscuridad de los confesionarios no se murmura sólo sobre los mandatos del apóstol San Pedro y la santidad del ayuno, sino también sobre las intrigas satánicas de los ateos y revolucionarios. Y es que la gente de iglesia es mucho más seria y activa que los periodistas españoles. Estos sólo cobran unos míseros céntimos por línea; en cambio, los frailes y los curas defienden sus acciones, sus tierras, sus casas y su poderío.

Hace poco, la Policía descubrió en una iglesia un depósito de armas de fuego. Por lo visto, el señor Azaña no está del todo satisfecho de la sonrisa del nuncio. Quiere hacer que el nuncio sea todavía más transigente. La Policía sólo encuentra lo que debe encontrar. ¿Cuántos arsenales como éste habrá en España? Se encuentran algunos revólveres; los llevan a los diplomáticos. En los conventos e iglesias siguen trabajando los representantes de la belicosa Iglesia. Preparan los milagros y las elecciones. Cierran las fábricas y abandonan las tierras sin cultivar. Azuzan a las beatas y negocian con la Guardia Civil. Saben que los destinos del país no se deciden ahora con unas docenas de valientes armados de pistolas. Tienen otras armas y otros arsenales...

Comentarios