Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (3)

III


INDIVIDUALISTAS


Tertulia en el café de Platerías, 1931
Madrid se levanta tarde. A las diez de la mañana, los dependientes soñolientos despliegan sus mercancías bostezando. El correo se distribuye a las once. A esta hora, los Ministerios están todavía desiertos. Es decir, tal vez los porteros y algún que otro peticionario de provincia. Los funcionarios concienzudos acuden a su puesto a eso de las doce, y como Madrid es la ciudad de los funcionarios del Estado, puede afirmarse, sin exageración, que la vida de Madrid empieza a mediodía.

Todo español con instrucción superior desprecia la disciplina y el Estado. «Entre nosotros, el comunismo es imposible, no somos como los rusos. Nosotros somos individualistas...» Así se expresa el señor Lerroux, y así lo afirma cualquier abogadillo principiante. Todos son, por lo visto, partidarios de la libre iniciativa y rebeldes a la tutela del Estado. No obstante, esto no les impide soñar, obsesionados, en una cosa: en entrar cuanto antes al servicio del Estado. Todos los señoritos, o son empleado del Estado, o unos fracasados que sueñan día y noche con el butacón de las oficinas ministeriales.

Para los extranjeros, España es una nota exótica. Una simple obrera de la fábrica de tabacos se vio convertida en el ídolo de todos los mujeriegos no sólo de París, sino de Kharbin. Al funcionario español suele representársele también como un loco vestido de capa. En realidad, el empleado de Madrid sólo se diferencia de su colega de Londres en que se pasa en la oficina dos horas en vez de ocho, y en que estas dos horas no las emplea precisamente en servicio del Estado, sino en suspirar por el duro que perdió ayer a las cartas, o en maquinar audaces proyectos para extraer ese duro del bolsillo de un tímido provinciano que gestiona algún asunto.

A raíz de la revolución de abril, era punto menos que imposible penetrar en ningún Ministerio. Una muchedumbre asediaba a los ministros. No eran revolucionarios que fuesen con exigencias y amenazas. No, eran corteses solicitantes que sólo aspiraban a obtener una colocación. Todos los que soñaban con sentarse en el butacón de las oficinas ministeriales, se volvieron de la noche a la mañana furibundos republicanos. Antes, claro está, no habían querido servir a la Monarquía, pues se lo impedían sus opiniones insobornables; pero ahora estaban dispuestos a servir a la República... Viendo que la República no dejaba cesantes de golpe y porrazo a los empleados del viejo régimen y que, por tanto, no había vacantes, los pretendientes montaron en cólera. ¿Qué clase de revolución era ésta?

Además de los empleados del Estado, en Madrid hay un sinfín de abogados. Estos abogados, naturalmente, se ocupan de todo menos de abogacía. Pero, ¡es tan fácil ser abogado! Además, no obliga a nada, y el título de abogado adorna la tarjeta de visita.

Como los funcionarios, los abogados son casi siempre personas brillantes aunque de cultura muy limitada. Se saben de memoria las proezas de tal o cual torero, improvisan un madrigal al cruzarse en la calle con una señorita, como éste, por ejemplo: «¡Preciosa, me muero por tus pedazos!»; distinguen de sutilezas políticas y de su eficacia; saben, por ejemplo, que con una tarjeta de March no puede uno presentarse a Indalecio Prieto. Pero ahí acaban sus conocimientos. Un abogado empleado en el Ministerio de Justicia se asombró sinceramente al enterarse de que existe un país llamado Holanda. El había oído esa palabra, pero estaba en la creencia de que se trataba de una cordillera... Otro abogado no está muy firme en la tabla de multiplicar. Otro —un abogado del Estado— me preguntó si Lenin seguía rigiendo los destinos de Rusia, y no quería creer que hacía siete años que había muerto.

Los haberes de los funcionarios y de los ahogados son mezquinos; pero en Madrid la vida está organizada de manera que permite vivir decorosamente aun pasando hambre. Aquel señorito, por ejemplo, se pasa todo el día en el café. Empieza por un vermut. Se prepara, sin duda, para una comida suculenta, pues el vermut es un aperitivo. Sí; pero en España el vermut se sirve acompañado de toda suerte de aditamentos: aceitunas, mariscos, patatas fritas. El señorito engulle concienzudamente todo lo que le ponen. Luego, se traslada al café de enfrente, donde toma, al parecer, su café de sobremesa, con leche, desde luego; pues no está muy harto que digamos. Pero algo se ha comido, y está encantado de la vida. A veces, más prudente, en vez de café con leche, toma leche sola. Así se pasa los días y las noches, sentado en las aceras de los cafés, sorbiendo su lechecita caliente y esperando a ver si por la esquina asoma alguna revolución.

Todos estos señoritos visten irreprochablemente. Por las calles, rondan vendedores de corbatas. A peseta la pieza. ¡Que fantasías! El señorito se muda de corbata a diario. Para él, la corbata es más importante que la comida. Tampoco hay que olvidar el brillo de los zapatos. En cuanto el señorito dispone de alguna calderilla, llama altivamente al limpiabotas. Al entregarse a sus cuidados, se ve cómo se regodea de gusto. Sería capaz de pasarse así todo el día. Si pudiera, se limpiaría los zapatos a cada hora. Ya de madrugada, no es raro ver a un señoritingo, despreocupado, detenerse camino de casa para ofrecer una vez más sus pies al «limpia». Los ingleses se afeitan dos veces al día. El español no da gran importancia al aseo de su cara. Puede pasarse tres días enteros sin afeitarse. No le asustan las barbas. Pero los pies..., ¡ah, en esto es implacable! Los pies han de brillar como dos soles.

Si el señorito es casado, tiene, naturalmente, un montón de críos en casa. A veces, pone los pies en ella. La mujer le prepara el cocido y le remienda los calcetines. Pero, ¿quién es su mujer y dónde está su casa? Eso no lo saben ni sus amigos más allegados. El hogar familiar es algo tan íntimo para el caballero, que jamás lo enseña, como en otros países no enseñan una cama sin hacer. El caballero se reúne con sus amigos en el café o en el club.

Los clubs españoles no se parecen en nada a los clubs ingleses. Los ingleses van al club a callar. Los clubs británicos son unos salones silenciosos y llenos de penumbra, unos refugios sagrados. Los casinos españoles son unos grandes bazares con escaparates, donde, en lugar de sombreros o jamones, se exponen caballeros de carne y hueso. Los caballeros, repantigados en sendos butacones, miran a la calle. Es, si se quiere, una exposición de burgueses. En verano, los sillones están en la acera de la calle, alineados delante de la fachada del casino. Los caballeros se sientan unos al lado de otros y miran a la gente que pasa... Pero la contemplación no estorba el trajín de las lenguas. Un casino español es tan ruidoso como un mercado. En los primeros días de la revolución, los sillones de la calle se quedaron vacíos. Los caballeros no estaban muy seguros del significado de la palabra «república», pero no tardaron en tranquilizarse, y vuelve a vérseles sentados, cuando llueve, detrás de los cristales; cuando hace buen tiempo, en la acera.

Además de recrearse en la contemplación del universo, los socios del casino se solazan jugando a las cartas. El español es un pueblo honrado. Rara vez roba por hambre ni una manzana. Pero los socios de los casinos tienen sus hábitos aparte. En un gran círculo madrileño, para transportar la caja de una sala a otra al terminar el juego, se establecían turnos de guardia entre los socios honorarios. No hay que decir que estos socios son siempre duques, marqueses y condes. A pesar de sus apellidos altisonantes, de la caja desaparecían siempre, invariablemente, unos cuantos cientos de pesetas.

Cuanto más noble es la sangre que corre por sus venas, menos inclinación siente el español por el trabajo. Hasta una oficina le asusta. El español profesa el auténtico «individualismo». En El Liberal hay una sección de anuncios aristocráticos: «Joven distinguido busca protectora de cualquier edad con buen corazón, 150 pesetas mensuales.» «Moreno, veintisiete años, espera una declaración. Busca compañera cariñosa, aunque no sea joven. Es modesto y necesita urgentemente 125 pesetas.»

Las cinco de la madrugada. Un café. Caballeros distinguidos. Jóvenes pertenecientes a las familias más respetables. Adoran la belleza de la vida y desdeñan el trabajo vil. A este café acuden las prostitutas y entregan a los caballeros sus duros sonantes. En otros países los chulos forman una casta cerrada; aquí, son parroquianos de los cafés, socios de los casinos. Después de tratar sus asuntos profesionales, discuten de política y hasta de literatura...

Si un funcionario pierde en el juego, procura repartir sus pérdidas entre tantos o cuantos solicitantes: exige propinas, acude al chantaje, amenaza al candoroso provinciano con un proceso verbal, con el Juzgado, con la cárcel. La Policía está de enhorabuena. Chocan, por ejemplo, dos autos. El que más «unte», será anotado como la víctima inocente. Además de los autos, corre a cargo de la Policía la inspección sanitaria, la política, las ofensas a la República, incluso las conspiraciones. Tampoco lo pasan mal los altos empleados municipales. En Madrid, a la vista de todo el mundo, se enriqueció un funcionario encargado del emplazamiento de los urinarios públicos. No tenía más que amenazar a tal o cual propietario de un hotelito con que el urinario iba a ser emplazado al lado de su verja... Si es un empleado que perdió al juego, ya encontrará alguna salida. Pero, ¿qué puede hacer un simple pretendiente a un destino público? Esta escena ocurre en un club madrileño. Marqués de X, y conde de Y. El marqués: «¿No podrías dejarme prestados unos diez duros?» Silencio. Asombro. El conde es «individualista» y sabe que el marqués es también «individualista» y que no le devolvería el dinero. Entonces, el marqués le ofrece en prenda su reloj de oro. Pero, ¡quién sabe qué clase de reloj será el del marqués! ¡A lo mejor, ni es siquiera de oro! Y he aquí que los dos excelentísimos señores se dirigen al joyero vecino para tasar el reloj. Pero, fuera de estas cuestiones, son dos amigos entrañables, dispuestos a jugarse la vida en defensa del honor del otro, y el marqués se dejaría matar por el conde, como el conde por el marqués.

En la vida madrileña, el Monte de Piedad hace de iglesia, de Bolsa y de cementerio. Hoy desempeñan y mañana vuelven a empeñar: relojes, abrigos, hasta mantas. Todos viven a crédito. Aceitunas, café con leche, una corbata nueva, zapatos relucientes... La vida es fácil y hueca. Apenas se abrieron las oficinas, cuando ya vuelven a cerrarse. A la salida de los teatros y los cines, reina en la calle gran animación. Aquí las matinées empiezan a las seis de la tarde. Las funciones nocturnas empiezan cerca de las once. A las dos de la mañana, las calles están llenas de gente. Los caballeros se pasean piropeando a las mujeres guapas y criticando al señor Azaña. Maura es mucho más listo.

En todas las ciudades de España hay una calle —con frecuencia, no es más que una acera de la calle— donde todos los días que trae el año, de seis a nueve, se pasean en un sentido y en otro los señoritos. Por lo visto, estos paseos colectivos se compaginan bien con su pregonado «individualismo». En Madrid, todo el mundo se apiña en la calle de Alcalá. Los paseantes están amontonados como el ganado en una feria. No importa. Avanzan lentamente, una pareja tras otra. En algunas plazas de España pasean todavía por un lado los hombres y por otro las mujeres.

El día toca a su fin. Empezó a mediodía y ya cantan los gallos. Es hora de acostarse. ¡Pero el señorito está poseído de un ardor!... Las bellas mujeres a quienes piropeó no le hartaron más que los dos vasos de leche. Se acerca a una señora venerable, sentada en el café en una mesa cercana, y la saluda cortésmente, quitándose el sombrero con solemnidad. ¡A lo mejor resulta ser su tía! Pero no, el caballero está lleno de pasión... ¿Será acaso un hermano espiritual de los anunciantes de El Liberal? ¡Quién sabe si, efectivamente, preferirá a las mujeres entradas en años! No, al lado de la señora de pelo gris está sentada una jovencita muy guapa. Pero no se puede hablar con la muchacha. Sería una indecencia. Además, la venerable señora no le quita ojo a la chica. El caballero charla con la señora de mil cosas: del tiempo, de los toros, de la lotería. La venerable señora nombra a la muchacha «mi hija». La venerable señora se distingue por su perspicacia. Se da cuenta de que el caballero se consume de pasión y le invita a acompañarlas a casa: Por el camino, el caballero se informa discretamente sobre el precio. ¿No se podría rebajar algo? Los tiempos están tan mal... La República... La crisis... «Pero mi hija —desde luego, la muchacha no toma parte en tan baja conversación—, mi hija es inocente y romántica.» Luego, la venerable señora confiesa que no es su madre, ni siquiera su tía. Es simplemente su apoderada. La hermosa niña es oriunda de Andalucía, hija de un campesino, y vino a Madrid como fregona. Tiene ojos soñadores y en la vida, es un poco simple, podrían engañarla fácilmente. ¿Quién ignora que con caballeros como éstos hay que andar alerta? La señora sigue ajustando el precio. Luego, se aleja y desaparece en el cuarto contiguo, después de desear al caballero una buena noche. Con esto, el día está definitivamente terminado y el caballero puede tenderse a dormir.

Si lo prefiere, en lugar de entablar conversaciones diplomáticas con una venerable señora, el caballero puede dirigir sus pasos a una casa pública. En Madrid abundan, todas muy bien frecuentadas por los famosos «individualistas», que allí pueden amar sin quebraderos de cabeza.

Se acabó el día, este hermoso día madrileño, bajo un cielo de montaña, hecho para canciones pastorales, para la soledad. Un día más, bullicioso y hueco. Uno de tantos días, liquidado, vencido, despachado. Los españoles son, en rigor, un pueblo poco alegre. En medio del bullicio y de las luces de los cafés, se nota el hastío, un hastío que es como una charca de lodo que se va tragando al hombre. El señorito sabe aburrirse de veras. Cuando bosteza, siente uno escalofríos. Su expresión favorita es: «matar el rato». No creáis que toma café, no; lo que hace es «matar el rato». «Matar el rato» es una ocupación complicadísima, que exige una experiencia de muchos años, más aún, una tradición de muchos siglos.

¡El tiempo, he ahí el verdadero, el terrible, enemigo. Y, sin embargo, los señoritos están siempre ocupadísimos. Prestan servicio en tres Ministerios, escriben en diez periódicos, trabajan en quince partidos políticos y, por último, están enamorados de lo menos cincuenta mujeres preciosas juntas. No tienen un momento libre en todo el día. Si un señor cita a otro a las cinco para un asunto, estad seguros de que se presentará a las siete. Llega todo afanoso. No le fue posible venir antes. ¡Tiene tantas cosas que hacer! En realidad, lo que hacía era «matar el tiempo» en un café cercano. En España sólo empiezan a la hora en punto las corridas de toros y los sorteos de lotería. Son algo litúrgico. Todo lo demás, las sesiones de las Cortes, los espectáculos, los trenes, las misas, los mítines, los entierros, todo comienza y se desenvuelve con el retraso obligatorio. El tiempo es un enemigo listo. Es más difícil de matar que un toro. Con él, hay que echar mano de trucos especiales.

La capital de España. Palacios, rascacielos, oficinas, cafés literarios, redacciones, los debates, las bellas mujeres, el gentío de la calle de Alcalá, los señoritos refrescando a la sombra de los árboles del paseo de la Castellana... Todo esto junto es a la par la felicidad y la desgracia, la delicia y la vergüenza. Y téngase en cuenta que estos señoritos no son ninguna especie rara digna de la atención de un etnógrafo. No, son Madrid, el vértice del país. Son los que la gobernaban hasta ahora y los que la siguen gobernando. Mientras ellos «matan el tiempo», el país se muere de hambre.

En otros tiempos, España dio al mundo sabios ilustres. Hoy, en las bibliotecas de las Universidades, no se ven más que traducciones. En las obras trabajan ingenieros alemanes, en la administración de los Bancos y de las sociedades anónimas hay técnicos ingleses y americanos. España tuvo arquitectos notabilísimos; la arquitectura española contemporánea asombra por su falta de vigor. Es difícil imaginar nada más chabacano que los palacios de los ricachos españoles. Los antiguos conquistadores se han convertido en héroes del Rif, con docenas de condecoraciones por cada desastre. En los cafés madrileños se sientan los escritores, los snobs y los estetas que imitan meticulosamente la última moda de París. Cocteau es para ellos un dios. ¿Quién podría reconocer en estos vástagos a los descendientes de Cervantes? Pero no hay para qué acotar con muertos. En Andalucía he conocido a jornaleros mil veces más cultos en política que la mitad de los abogados madrileños juntos. Un zapatero de Valencia es un artista. Le llaman de París y de Londres para confeccionar calzado de lujo. Pero, al señorito, ¿podrá exportársele a parte alguna? Aquí, el señorito es ingeniero; pero me temo mucho que en París tendría que conformarse con ser jornalero, y gracias. En una asamblea de Sindicatos de Barcelona, pueden sorprenderse ideas mucho más sanas y racionales que en las Cortes. Los campesinos de Castilla supieron crear todo un país sobre las rocas. Pero, los «individualistas» de Madrid, ¿qué es lo que han hecho?

Es cierto que ellos no se preocupan de tales pequeñeces. Cobran su sueldo o sus «combinaciones», toman café y «matan el tiempo». Suele decirse que en la vida de todo hombre hay ratos perdidos. En Madrid conocí a un periodista que heredó de su padre un pequeño caudal. En seguida se instaló en una casa de huéspedes, colgó en el armario todas sus corbatas, se sentó a la mesa delante de una cuartilla, cogió la pluma y escribió: «En la vida de todo hombre hay años perdidos.» Clavó esta divisa en la pared y se acostó en la cama, «en serio y para mucho tiempo».

Hace ya mucho tiempo que los «individualistas» gobiernan a España, y no es fácil prever cuándo el país se librará de ellos. Ahora acaban de proclamar, seguramente que por distraerse un poco de su tedio, una «República de trabajadores». ¿No hubiera sido mejor estampar en todos los muros de España esta sentencia: «En la vida de todo pueblo hay siglos perdidos»?

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