Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (4)

IV


LOS «JLESTAKOV» ESPAÑOLES


Congreso de los Diputados, 14 de julio de 1931
Arribó a Madrid una «estrella» cinematográfica de Hollywood. El repórter Miguel González consiguió una interviú con ella. En la administración del Heraldo de Madrid le dieron a González dos duros por la interviú. Hoy ha sido un día espléndido para González. Se compró una corbata. Comió opíparamente: calamares fritos y tortilla. Fue al cine. Después del cine, al café. En el café, se limpió las botas. Dio una perra a una mendiga. Compró el periódico de la noche. En una palabra, se condujo como un millonario. Cuando tiró sobre la mesa, para pagar, un duro, el duro sonó solemnemente, anunciando a todo el mundo la magnificencia de Miguel González. Pero todo el mundo tiene su fin, y también se acabó el hermoso día. El fin del día coincidió precisamente con el fin de la fortuna de Miguel González. Cerraron el café. González tuvo que encaminarse a su casa. En el bolsillo, le quedan todavía dos perras. Mañana, desde por la mañana muy temprano, la patrona empezará a mascullar: va ya para cinco meses que González no paga el hospedaje. González le hablará de la crisis mundial, de los retrasos del correo. Mañana, en vez de comida, González tomará una taza de café y sus zapatos tendrán un brillo dudoso. Pero hoy es millonario. Se acerca a su casa y da unas palmadas sonoras. «¡Sereno!» González entrega al sereno las últimas perras que le quedan. Tiene la llave en el bolsillo; pero, ¡qué caramba!, hay que molestarse en buscarla y luego meterla en el agujero de la cerradura. Esto es demasiado complicado y poco interesante. Es mucho más agradable palmotear.

No comprendiendo las locuras nocturnas de don Miguel González, no podrán comprender tampoco el proceso formado al rey ausente, ni los grandes gestos de los mendigos madrileños, ni las artimañas de los ministros. En España, el teatro es bastante medianejo. En cambio, en la realidad de su vida diaria, todos los españoles son actores de gran estilo. Cada mendigo español es un trágico sobrio y majestuoso. Extiende la mano con el mismo gesto que si se hallara, no ante los vulgares transeúntes de una calle, sino ante las cinco gradas de un teatro. El catolicismo supo comprender esta pasión y la fomentó por todos los medios.

La catedral de Burgos. Una capilla oscura. De repente, se encienden las candilejas. En el fondo, un Cristo afeminado, cubierto de sangre de vermellón y adornado con rosas de papel. En los cuadros de Zurbarán y de Ribera, los santos ensayan monólogos patéticos. Las procesiones de Semana Santa en Sevilla y Málaga recuerdan un poco los números de un cuerpo de ballet. En el modo cómo una moza lleva el cántaro, cómo el contable o el veterinario saluda en la calle a una señorita, hasta en el aire del camarero al coger la propina y pegar con la moneda en la mesa de mármol, se reconoce la antigua escuela.

El «proceso de don Alfonso» o, por mejor decir, la sesión de las Cortes dedicada a hacer ejercicios oratorios sobre el tema de «un rey pérfido en una República inocente», sólo podría extrañar a quienes no conocen a España. Los españoles se reían: «¡Primero le dejan escapar, y ahora le juzgan!» Pero ni siquiera estas observaciones se oían con frecuencia. El país, en general, contempló «el proceso del rey» con absoluta indeferencia. En cambio, los diputados disfrutaron a sus anchas. Jugaron a la Convención sin hacer daño a nadie. Todos los papeles estaban repartidos: los discursos de la acusación, el papel del defensor, conde de Romanones; la nobleza del señor Alcalá Zamora... Estaba convenido de antemano que el conde de Romanones era el «perfecto caballero» y los republicanos que escuchaban con piedad su defensa, doblemente caballeros. Y todos se quedaron tan contentos los unos de los otros: los republicanos, del conde, y el conde, de los republicanos. Los periódicos dedicaban párrafos conmovedores al desinterés del defensor: «¡Hay que ver! ¡Encima de que la Dictadura le impuso una multa de 500.000 pesetas, todavía defiende al rey!» Lo que los periódicos no decían eran los millones que el conde de Romanones había ganado con el rey. Ya de madrugada, «la Convención» tomó una resolución enérgica, y los diputados se fueron a sus casas a dormir, palmoteando: «¡Sereno!»

Al día siguiente, nadie declaró la guerra a los furibundos jacobinos de las Cortes. Nadie organizó contra ellos ninguna coalición. ¿Para qué? El rey, al leer los periódicos en Fontainebleau, seguramente se sonreía. Después de todo, también él es español, y nada hispánico le es ajeno. Los mismos diputados se olvidaron en seguida de la sesión «histórica».

Las Cortes son un espectáculo pintoresco, único en su género. En las Cortes, no suele haber esos «torneos a la francesa» de que, con razón, se enorgullece la Chambre de Députés. En el pueblo español, la nobleza está tan intensamente desarrollada que se refleja hasta en las costumbres parlamentarias. En las Cortes rara vez se entablan disputas. El orador habla, y habla bien. En España, todos son grandes oradores. Los demás no le escuchan, porque en España no abunda la virtud de saber escuchar. No hay nada que tanto fatigue al abogado madrileño como el tener que escuchar a otro. En el café, los «individualistas» suelen hablar todos al mismo tiempo. En las Cortes procuran guardar cierto orden y compostura. Mientras uno habla, los demás cuchichean, hojean el periódico o toman café en la cantina, esperando a que llegue su turno de hablar.

La poesía española ha sabido combinar siempre el realismo más cruel con la mística más abstracta. Las Cortes resultaron en esto más limitadas. Renegaron completamente del realismo. Antes de las elecciones, los propagandistas de los distintos partidos —el radical, el radical socialista o el socialista a secas— procuraban engañarse mutuamente delante de los electores. Y como los electores eran campesinos, y además campesinos hambrientos, todos los agitadores les prometieron la tierra. Eso era de un realismo cruel. Pero detrás de esto vino la mística. A un pueblo que quema conventos se le puede contentar fácilmente desenmascarando al intrigante y pérfido jesuita. Los oradores parlamentarios hablan del triunfo de la razón libre, de las intrigas de las distintas Ordenes religiosas, de Torquemada, de Galileo. Luego, pasan al tema del amor. Para que el amor triunfe, es indispensable la libertad del divorcio. Discursos sobre la fuerza de los sentimientos, citas de la literatura clásica. En seguida, se embelesan con el panegírico del idioma castellano: la lengua de Cervantes y de Lope de Vega... Más tarde, envían saludos a las Repúblicas hermanas de la América latina. Por fin, vuelven a pisar un momento sobre la tierra; pero no se trata ni mucho menos, de la tierra prometida a los campesinos. Su señoría, el diputado M. —todos los diputados, al dirigirse unos a otros, se dan el tratamiento de señoría—, trabajó durante la Dictadura con más ahínco que los demás. La Comisión parlamentaria encontró unos documentos comprometedores para su señoría, el diputado M. Este, sin perder la serenidad, ofreció a la Comisión una suma redondita por mediación de su señoría, el diputado I. Pero el asunto trascendió a la Prensa. Con este motivo, los diputados hablaron largo y tendido sobre el tema del honor y el deshonor. La Cámara se reunió en sesión secreta, y el pobre diputado I. dejó de ser señoría. Después de esto, las Cortes abordaron un nuevo tema: ¿cómo recoger el pacto Kellog en la Constitución española, teniendo en cuenta, por un lado, la actitud bélica de los japoneses, y por otro, el espíritu reconocidamente pacífico de los generales españoles? Va transcurrido medio año desde que estas Cortes comenzaron a funcionar. Muchos opinan que ya es bastante y que les ha llegado la hora de disolverse. En cuanto a la tierra, los señores diputados no han tenido tiempo todavía de ocuparse de esa minucia...

Las tres cuartas partes de los diputados están sinceramente convencidos de que hablando toda la noche salvan a España. Uno me dijo: «Sobre nuestros hombros pesa la responsabilidad de la historia; estamos construyendo la España de nuestros hijos.» Oyéndole, tal parecía que se trataba de un ingeniero soviético ocupado en el Plan Quinquenal! Pero no. Era un diputado español; es decir, un actor tan poseído de su papel que, al hablar, se cree siempre plantado delante de una sala oscura, de buena acústica, donde resuena una salva de aplausos imaginarios.

En Rusia, un Jlestakov[1] caía siempre en lo trágico. Allí, se consideraba la mentira como un crimen moral, y los oradores demasiado elocuentes tropezaban indefectiblemente con la suspicacia del auditorio. España convirtió la mentira en inspiración. Con esto, demostró su desinterés. Transformó la mentira en beneficencia, hasta en sacrificio. Los correveidiles de Jlestakov son míseros y asquerosos. La metamorfosis de Aldonza en Dulcinea raya en el mito.

Un empleado del Ministerio de Gracia y Justicia. Seiscientas pesetas al mes. Ocho hijas. La mujer trabaja incansablemente para poder llevar una vida un poco decorosa con tan exiguo presupuesto. Dos extranjeros visitan para un asunto al empleado. El empleado que, naturalmente, tiene un apellido noble, pero a quien por modestia llamaremos don Jacinto, quiere obsequiar a sus huéspedes como corresponde a su rango. «¡Qué lástima que mi casa, un modesto palacio, esté ahora en obras y que esto me prive del placer de recibirles como quisiera!» Los extranjeros tranquilizan a don Jacinto y le convidan a comer con ellos en un restaurante. «Aceptaré su obsequio, pero sólo a condición de que me prometan ustedes que, cuando vuelvan por España, serán mis huéspedes. Mi casa es la suya.» A la hora señalada, don Jacinto se presenta en el hotel a pie y pronuncia su monólogo. «Desgraciadamente, no puedo poner mi auto a su disposición, pues se lo ha llevado mi mujer a San Sebastián.» La mujer de don Jacinto se ha quedado, naturalmente, en casita y acaso sin comer; pues don Jacinto le sacó el último duro que le quedaba para distribuirlo en espléndidas propinas entre los porteros y el encargado del guardarropa. Sin embargo, don Jacinto está plenamente convencido de que, en aquel momento, su mujer disfruta de la frescura del mar, de que posee tres automóviles, de que una cuadrilla de obreros está ocupada día y noche en reparar las escalinatas de mármol del palacio heredado de sus mayores.

En provincias, empleados que cobran doscientas cincuenta pesetas mensuales tienen servidumbre. A la criada le pagan unas veinte pesetas. Toda la familia —incluida, desde luego, la criada— pasa hambre; pero no importa, el decoro, que es lo principal, está salvado.

Murcia es una ciudad pequeña y tranquila. La ciudad se confunde con los huertos de naranjos que la circundan. Casi podría decirse que es una aldea; sin embargo, Murcia tiene también su rascacielos. No está terminado y puede que tengan que acabar por derribarlo, pues no se encuentra quien quiera proseguir su construcción. Y la verdad es que maldita la falta que hace en Murcia un rascacielos. No brotó como una casa ni como una empresa lucrativa, sino como un poema. Sobre un comerciante de Murcia empezaron a correr rumores: «Va camino de la ruina... No tardará en arruinarse...» El comerciante no pensaba siquiera en tal cosa. Era temerario e inconsecuente, era español, en una palabra. Decidió tapar la boca a los difamadores. ¡Ahora iban a ver la fortuna que tenía para gastársela! Y empezó a construir en Murcia un rascacielos igual, exactamente igual, que los de la Gran Vía de Madrid. Un rascacielos es una cosa seria. Además de inspiración, exige un sólido capital. El comerciante construía y se arruinaba. Cuando el rascacielos llegó a cubrir aguas, el comerciante se había arruinado de veras. El rascacielos descuella estúpidamente entre las huertas de naranjos. Pero los murcianos no se asombran, pues en sueños todos ellos levantan rascacielos igualmente suntuosos, igualmente absurdos.

Un campesino adinerado de la provincia de Granada se gasta en un traje de treinta a cuarenta pesetas. Posee, claro está, un burro. Aquí empieza la poesía. El burro de este campesino está enjaezado como en un cuadro. Sobre el burro luce una manta bordada con dibujos de muchos colores. Del burro cuelgan unas borlas vistosas. Las patas del burro van enfundadas en unas magníficas polainas. Para ataviar a su burro, el buen hombre se gastó quizá hasta sus buenas cien pesetas. No se podrá comprar un sombrero nuevo; pero, en cambio, podrá decirle orgullosamente a su vecino: «¡Mira qué guapo va mi burro!» Y, efectivamente, el burro va mucho mejor vestido que su dueño y que la mujer de su dueño. Pero no se crea que todo es por cariño a los animales. Nada de eso. El burro enjaezado lleva tantos palos, si no más, como el burro andrajoso. Es, simplemente, la innata necesidad de apartarse de la lógica, la pasión por el monólogo abstracto, la manía de la magnificencia ficticia.

Todo esto, la elegancia del burro, el rascacielos, el palacio de don Jacinto y la elocuencia de las Cortes, se lo puede uno explicar de distintos modos. Puede uno burlarse y puede uno conmoverse. Recuerdo haber visto en Moscú, hace años, el ballet de Don Quijote. Entre los clásicos saltos de puntillas y las piruetas gimnásticas, el pobre caballero resultaba sencillamente ridículo. A don Quijote le apaleaban, y el público, compuesto en su mayor parte de escolares de ambos sexos, se reía con todas sus ganas. A los niños les gusta la lógica y no tienen nada de sentimentales. Unos veinticinco años más tarde vi El revisor, escenificado por Meyerhold. Jlestakov mentía, pero nadie se reía de las mentiras que ensartaba. Los espectadores se sobrecogían, asustados. Por lo visto, hasta del bacalao se puede hacer una tragedia... ¿Por qué, pues, ha de parecernos forzosamente ridículo don Jacinto? Cabe pensar que es más bien trágico, que los millones de don Jacinto son un caso de locura y que el proceso de don Alfonso no es solamente un sainete, sino que es una mueca cruel, una de esas muecas crueles en que tan pródiga es la historia de este grande y desgraciado pueblo.



1. Jlestakov es el héroe de la famosa comedia de Gogol El revisor. En Rusia, Jlestakov es sinónimo de pícaro impostor.

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