Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (5)

V


CAMBIO DE NOMBRES


Fermín Galán Rodríguez (1899-1930)
En las fachadas de los palacios cuelgan unos trapos de colores tapando las coronas de la monarquía. En los sellos de Correos la efigie del rey aparece cruzada por la inscripción: «República». En el rótulo del hotel Reina Victoria han borrado la palabra «reina». Victoria se ha convertido en una heroína de Knut Hamsum o en una orquidea. En otro hotel, el Alfonso XIII, han quitado los números. Ha quedado «Alfonso» a secas.

En cambio, de puertas adentro, los republicanos se muestran mucho más tolerantes. Jerez. Bodega de vinos de González Byass. Retratos de los reyes. Autógrafos reales. Gratitud regia. Desde luego, al cosechero no le será difícil encontrar una justificación. Los vinos de Jerez y la monarquía degenerada se entendían admirablemente. Menos fácil es entender la belleza de Barcelona tal como la concibe y la explica el señor P. Exportación, importación, café, toneladas, divisas extranjeras, Hotel Colón, patriotismo catalán... Por fin, una villa y, en la villa, una colección de mucho valor: esculturas y pinturas de la época románica. El señor P. es hombre de gusto refinado. Su villa es mucho más interesante que el Museo Municipal. Tampoco le asustan los modernismos. Al lado de una talla del siglo XII, vemos cuadros de Picasso. Sin embargo, sería difícil decir de qué se envanece más este exquisito esteta, si de su colección o del favor real. A la entrada hay una tablilla que dice: «Visita de don Alfonso». Entre los cuadros, una carta puesta en un marco: «La gratitud del rey». Al lado de Picasso, una enorme fotografía: siempre el mismo Alfonso, esta vez estrechando la mano del señor P.

El Coblenza español ha sentado sus reales en Biarritz. Se conduce un poco más mansamente que el Coblenza ruso; pero la razón de esta mansedumbre no hay que buscarla en la discreción de los monárquicos, sino más bien en el carácter sui generis de la República española. Es tan fina, tan educada, esta República que, a la verdad, se hace duro reñir con ella. Gracias a la complacencia de los gobernantes republicanos, los monárquicos pudieron sacar de España sus fortunas. Pueden organizar milagros para los fanáticos de Navarra. Pueden negociar con los capitalistas de Bilbao, que no tienen ya, por cierto, nada de fanáticos... Todavía hablan de conspiraciones, pero los más razonables prefieren alguna que otra cita amorosa con los «republicanos moderados».

Hay un viejo romance español que cuenta el triste fin del rey Rodrigo. Cuando este rey perdió España, se echó a vagar por los montes. Comió un mendrugo de pan sazonado con sus propias lágrimas. Luego, se tendió en una fosa y se puso una víbora en el pecho. Tres días aguardó el rey, hasta que la víbora, apiadándose de él, le picó. Así murió el rey don Rodrigo. Pero don Rodrigo fue un rey anticuado, vivió en el siglo VIII. No conocía las ventajas de la emigración. Don Alfonso es un hombre del siglo XX. No sazona el pan con sus lágrimas ni aguarda a que le pique ninguna víbora. Don Alfonso vive en Fontainebleau, rodeado del respeto de la Francia republicana. Pudo poner a salvo su fortuna. Los representantes de los «jaimistas» negocian con los legitimistas. Los republicanos no desdeñan a los monárquicos. Los ingleses no tienen nada contra el señor Cambó. El señor Cambó no le guarda ningún rencor al señor Lerroux. Todos son amigos... Y si la víbora llega a picar a alguien, no será seguramente a don Alfonso...

La República tapó las coronas con trapos, cambió los nombres de unas cuantas calles, mudó la decoración, pero los actores siguen siendo los mismos: ni siquiera han tenido que aprenderse nuevos papeles. Verdad es que, por razones de economía, algunos oficiales del Ejército han tenido que pedir el retiro. Pero no los monárquicos, ¡nada de eso! Muchos de los retirados son «soñadores» demasiado inquietos... La antigua Policía del rey vela ahora por el orden de la República. No pasa día sin que encarcele a unos cuantos obreros. Como antaño, siguen matando a los sediciosos.

Hace algunos años, en Barcelona, se presentó al presidente del Sindicato de Panaderos un policía. Iba disfrazado y de parte de un supuesto amigo del presidente. Persuadió al obrero a que saliera a la calle y, una vez allí, lo mató. Al cachear el cadáver encontró las señas de otro sedicioso. El señor P., celoso cumplidor de su deber, se fue en seguida en su busca y mató al segundo criminal. En Barcelona las hazañas del señor P. eran del dominio público. El coronel Maciá —entonces revolucionario desterrado— decía: «P. merece ser fusilado». Ahora, el coronel Maciá ocupa un palacio y es el jefe del Gobierno Regional. Por lo que respeta al señor P., no fue fusilado, ni detenido, ni siquiera trasladado. Sigue ocupando un alto cargo en la Policía barcelonesa.

Al arrestar al señor Maciá, cuando era revolucionario, el policía R. se condujo bastante groseramente. Hace poco, el policía R. fue muerto en un tiroteo sostenido con los anarquistas en la calle de Urgel. El señor Maciá se presentó en su entierro y dio el pésame a la familia visiblemente emocionado. Y no es que Maciá sea un tipo tolstoyano, no; no es más que el jefe de un Gobierno; de un Gobierno de opereta, pero, al fin, Gobierno. El policía R. le defendía contra los obreros.

En diciembre del año pasado, un policía asesinó en Valencia, en medio de la calle, al jefe de los sindicalistas. En el hospital, en vez de exhibir su carnet de policía, exhibió el revólver. La indignación que esto produjo en la ciudad fue tan grande que no hubo más remedio que trasladar al bravo policía. Le dieron una recompensa y desapareció. Ahora es el principal factotum de la Policía en C... Un candoroso periodista se indigno al verle y escribió al comisario de la Policía republicana. El comisario leyó la carta. El policía sigue prestando sus servicios a la República. Si el periodista se empeñase en provocar un escándalo, trasladarían —desde luego, con ventajas— al policía a Cáceres o a Gijón.

Yo tuve que estarme cuatro meses esperando en París el visado español. Al fin, el ministro de Estado mandó su consentimiento. En la Embajada de España en París me dijeron: «Vaya usted al Consulado, que allí le pondrán el visado.» Pero el cónsul no es juguete de nadie. Sirvió al rey, y tiene sus caprichos. A veces, no puede ponerse en modo alguno de acuerdo con el Ministerio de Estado. Al ver mi pasaporte soviético, empezó a vociferar: «¡Esto no es pasaporte, para mí! ¡No es más que un papel mojado! ¡No conseguirá usted que yo le vise eso!» Pasaron varios días hasta que, por fin, quedó zanjado el conflicto entre el cónsul monárquico y la República española.

Madrid. Un salón de té: Sakouska. Palabra enigmática para los españoles, pero sugestiva. A la puerta, un portero vestido a lo cosaco... Las camareras llevan camisas de seda con águilas bicéfalas. No son altezas en el destierro: son simples camareras españolas. Al servir un pastel a la clientela, añaden candorosamente: «¿No quieren ustedes probar los entremeses Sakouska?» Grande sería la decepción del público al enterarse de que los Sakouska se componen de arenques, y no de esturión... Pero el estilo está bien cuidado. Las águilas alegran la vista y el bravo cosaco baturro parece un fiel protector. La aristocracia madrileña disfruta con este exotismo. Sakouska era el lugar predilecto de la camarilla palatina. Hasta la reina gustaba de venir aquí a probar los Sakouska con crema chantilly. Después de abril, el público de Sakouska apenas sufrió el menor cambio. He ahí sentado a un pollo elegante, alma del diario ABC, que en sus tiempos escribía panegíricos exaltados de Primo de Rivera. Tal vez dentro de poco vuelva al género lírico, y entonces, ¿quién mejor que él podrá apreciar el valor de Maura o la inteligencia de Lerroux? Pero, mientras tanto, está cesante. Comenta los acontecimientos. Escribe artículos. Redacta cartas. Come Sakouska. Sin republicanos de esta clase, ¡qué mal lo pasaría la joven República!

El órgano de los monárquicos se llama ABC. Y para la burguesía española, sus ideas pasan por ser ciertamente el «ABC» También Sevilla tiene su ABC, y el director del periódico es, al mismo tiempo, el presidente de la Asociación de la Prensa. En Madrid, no hay todavía más remedio que guardar las formas. En Madrid, todos los periódicos se titulan «republicanos». En provincias, es ya otra cosa. El Ayuntamiento de Cáceres es socialista. En Cáceres se editan tres periódicos y los tres son derechistas. En provincias, los periódicos vienen a clasificarse, sobre poco más o menos, en esta forma: descaradamente monárquicos y monárquicos por debajo de cuerda, católicojesuítas y simplemente católicos. Estos últimos forman el ala de extrema izquierda de la Prensa republicana.

En lo que respecta a nombres, la revolución triunfa en toda la línea. Es mucho más cómodo, naturalmente, cambiar el nombre de una calle que ceder las tierras de los señores a los campesinos. El trasiego de nombres no tiene fin. No hay villa ni villorrio que no tenga su calle de Fermín Galán. Si no le hubiesen fusilado a tiempo en Jaca, a lo mejor Fermín Galán estaría ahora en la cárcel acusado de conspirar contra la República. Pero Galán murió, y los valientes republicanos no temen a los muertos. Distribuyen generosamente las calles, sin olvidarse ni de los difuntos más peligrosos. Toledo. Bajada a la catedral. Curas. Tiendas de ornamentos eclesiásticos. Monjas. En la esquina un rótulo que dice: «Calle de Carlos Marx». En Valencia, el partido radical-autonomista propuso bautizar una calle con el nombre de Ferrer. A nadie le chocó la circunstancia de que el alma de este partido tan amante de la libertad, don Emiliano Iglesias, hubiera tenido en el fusilamiento de Ferrer un papel muy dudoso.

Miles de calles cambian de nombre de la noche a la mañana. Y, como las calles, el país entero. Una monarquía feudal y burguesa, patrimonio de burócratas ineptos y terratenientes, de duques y grandes, de verdugos y funcionarios corrompidos, de charlatanes liberales, es solemnemente rebautizada en un instante con el nombre de «República de trabajadores». Pero, ¿vale la pena pararse a discutir acerca de nombres? A lo mejor, mañana los liberales, asustados, se avienen a quitar los trapos que tapan provisionalmente las coronas. Tal vez ocurra lo contrario, y hasta el desterrado de Fontainebleau comprenda las ventajas de una República democrática como ésta... El cambio de decoración del mes de abril ha sido calificado pomposamente de «revolución»; pero no ha sido siquiera un mal golpe de Estado palaciego. Cuando más, un simple cambio de Gabinete.

Hoy, ya es difícil asustar a nadie con la palabra «República». «Una República sin republicanos», escribía Dostoievsky, hablando de la Francia de Mac Mahon. De entonces para acá, ha cambiado mucho. La República ha demostrado que no es una mujer casquivana, sino una señora de la buena sociedad. Hay un proverbio ruso que dice: «Teniendo el charco, ya se encontrarán los diablos». No sé cuántos republicanos habría en España en el mes de marzo. Desde luego, ahora abundan. No hay mejor cosa que la República, para que se multipliquen los republicanos...

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